EDITORIAL
La vida nos trae de
todo. También momentos en los que lo vemos todo negro, sin salida,
sin esperanza. A veces llegamos a sentirnos desahuciados, sin futuro,
como si ya estuviéramos muertos y no tuviéramos ninguna posibilidad
de cambiar las cosas. En la Biblia, el profeta Ezequiel expresa esa
situación psicológica con la metáfora de los huesos secos. Dichos
huesos representan a las personas que viven su vida sin ilusión ni
esperanza, sin ver en el horizonte ningún atisbo de un futuro que
merezca la pena.
Cuando un cadáver queda
reducido a huesos secos, ¿cabe ya la esperanza de que reviva? Eso le
pregunta Dios a Ezequiel. La respuesta espontánea que daríamos
nosotros, que tan a menudo vivimos inmersos en esos bucles ciegos que
nos parecen abocados a la nada, es que no: el peso de nuestra rutina,
de nuestros hábitos insanos, de nuestros corazones empequeñecidos y
endurecidos por los afanes y las luchas de nuestra vida, nos empuja a
negar cualquier posibilidad de cambio.
Sin embargo, en ese
célebre pasaje bíblico, el cambio llega. No de los huesos, inertes
y secos, sino del Espíritu de Dios, invocado por el profeta con las
palabras que Dios mismo ha puesto en su boca.
Tampoco en nuestra vida
gris cabe esperar que el cambio llegue de nosotros mismos. Siempre es
un don que la Palabra de Dios nos ofrece y que nosotros podemos
aceptar o rechazar. Siempre es verse trasladado a una vida nueva,
regida por criterios diferentes, porque en realidad es la vida misma
de Dios que se nos regala.
Es
Él quien nos dice “¡Vive!”, es decir: “¡Sé quien realmente
eres! ¡Sé quien te he destinado a ser!”. Y su palabra nos cambia,
haciéndonos empezar a mirarnos y a mirar a los demás con ojos
nuevos, con los ojos de Dios.
J. P.
Tosaus
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